I

El soldado levantó la antorcha y se inclinó hacia adelante con un crujido de cuero. Estaba tan concentrado en la inspección que sus ojos parecían dos ranuras. Bajo la luz de la llama, las sombras danzaban sobre el huerto, retorciéndose y transformándose entre los arbustos como apéndices oscuros que huían de la luz de las estrellas. Sobre su cabeza, el viento —empecinado y extrañamente helado para esos días de principios del otoño— luchaba por meterse entre la maraña de ramas y hojas y empujaba suavemente a los siete cadáveres que colgaban de la soga.

Se quedó varios minutos inmóvil junto a los pies ensangrentados del viejo, que colgaba pesadamente de un roble petiso. El resplandor de la antorcha oscurecía los contornos de la complexión endeble del cadáver y acentuaba su fragilidad esquelética; las rasgaduras de la ropa dejaban entrever manchas hepáticas, llagas abiertas, venas zigzagueantes y algo extraño entre los jirones de tela que se agitaban contra el pecho hundido del muerto. El soldado estiró el cuello. Con cautela, levantó una mano enguantada; la luz de la antorcha lo hacía bizquear mientras apresaba la tela entre dos dedos. Una vez que tuvo la tira bien aferrada, acercó la antorcha y, con la cabeza inclinada, tiró suavemente hacia abajo, siguiendo la intricada trama de pliegues rojos que partían la piel del pecho del viejo y se extendían hacia abajo por el esternón, hasta el vientre y...

—Harringer —ladró un hombre desde el límite del bosque—. Deja de desvestir a los muertos.

El soldado giró, con la antorcha extendida, echando luz al sendero oscuro entre los árboles. El recién llegado sonrió burlón, las manos en las caderas; la armadura negra casi lo camuflaba contra la arboleda oscura. Se adelantó escudado tras esa sonrisa —dos hileras de dientes blancos perfectos que se destacaban sobre un paisaje austero de arrugas profundas y barba incipiente— y tomó su lugar junto al soldado joven.

Harringer volvió a concentrarse en el viejo que colgaba de la soga. —Stretvanger se volvió loco —dijo mientras volvía a estirarse para escrutar los arañazos del torso del viejo—. ¿Has visto lo que le hizo a este pobre tipo?

El hombre de la armadura oscura negó con la cabeza. —No. Y tú tampoco deberías. Contacto prohibido, ¿recuerdas? Se supone que no podemos tocar estas cosas.

—¿Y por qué será? ¿Tú qué crees?

—No es asunto mío. —Se mordió el labio inferior mientras miraba pensativo el cuerpo anciano—. Stretvanger quiere que se desangren. No debemos tocarlos hasta que el jefe dé la orden, ¿entiendes?

Harringer asintió distraídamente la carne lechosa y húmeda del cadáver. —Talló símbolos en el pecho y el vientre de este pobre hombre. —Se pasó la antorcha de mano y continuó con su examen.

—Les está drenando la sangre gota por gota. Stretvanger fue muy claro. Los quiere secos como uvas pasas.

—Pero es raro, ¿no? Que les haya tallado símbolos...

El recién llegado se encogió de hombros. —No más raro que tomar Middlewick por asalto y ordenar la ejecución de cuatro granjeros, dos taberneras y una partera sin razón aparente.

Harringer siguió el sendero de los cortes hasta el vientre del cadáver y comenzó a tironearle del pantalón a la altura de la cintura. —Este no era granjero. Era florista... creo. Le desató el cordón que hacía las veces de cinturón con una mano, le bajó los pantalones rasgados y examinó los cortes que le recorrían los dos muslos flacos. El nudo crujió contra la rama.

—Por todos los cielos, Harringer, hay un prostíbulo en Southfield. Termina tu ronda y te pagaré una vuelta con la que más te guste pero, por lo que más quieras, súbele los pantalones a ese pobre granjero.

Florista —lo corrigió Harringer, mientras devolvía los pantalones destrozados a su lugar y volvía a ajustar el cinturón—. ¿Crees que Stretvanger habrá trinchado así a los demás cuerpos también?

El hombre carraspeó y lanzó un escupitajo enorme a los árboles. —¿Quién sabe? Ese hombre es una montaña de secretos. Ya pasaron cuatro días, matamos a siete personas y no ha pronunciado una sola palabra de explicación.

Harringer hizo una breve pausa, la concentración lo hacía fruncir el entrecejo. De pronto se dio vuelta y se internó corriendo en el huerto.

—Harrin... —el hombre de la armadura oscura sacudió la cabeza y después salió tras el soldado hacia el corazón de la arboleda—. Maldición, Harringer, contacto prohibido, ¿recuerdas?

Cuando las pisadas dejaron de oírse y la luz de la antorcha de Harringer no era más que un destello entre los árboles, dos niños aparecieron tambaleándose en la oscuridad. Dalya e Istanten aguardaban en el camino, escuchando las voces de los soldados, midiendo la distancia. Y entonces, con una tijera de podar escondida en la cintura, Dalya corrió hacia el cadáver huesudo del viejo que colgaba del roble.

—Tú vigila —le dijo a Istanten—. Yo lo bajaré. El niño se presionó la garganta con dos dedos y emitió un gruñido ronco como forma de asentimiento.

Dalya sacó la tijera y la apretó entre los dientes. Pasó por debajo del cuerpo y caminó hasta el árbol para buscar buenos puntos de apoyo en el tronco. Los ojos de Istanten saltaban de la llama distante de Harringer al ascenso ágil de Dalya hacia la cima del roble, que pasaba de una rama a otra y se tambaleaba en su camino hacia el extremo anudado de la soga.

En el camino, la voz ronca del recién llegado retumbaba en el huerto.

Con un brazo aferrado a la rama, Dalya tomó las tijeras que tenía en la boca y se estiró para alcanzar la cuerda. Cortó con paciencia, y con cada abrir y cerrar de los filos, la soga se balanceaba y la rama crujía por el peso y el movimiento. La cuerda se fue deshilachando con el roce de la tijera y se soltaron las primeras hebras. Dalya siguió trabajando, cada vez más rápido ahora que la cuerda empezaba a deshacerse y el cadáver colgaba ladeado.

Istanten se presionó dos dedos contra la nuez y emitió un gruñido grave. Dalya se quedó inmóvil. El niño soltó un gorjeo tenso y se refugió rápidamente en las sombras. Ella oyó la voz de Harringer, todavía lejos pero acercándose por el camino.

—¡Istanten! —susurró Dalya, aferrándose fuerte a la rama. El niño no respondió desde la oscuridad. Ella gruñó, rechinó los dientes y siguió cortando la soga. Vio la luz de la antorcha por el rabillo de ojo, los haces de luz ya acariciaban la maleza y se desparramaban por el camino. Cortó con más fuerza, con los músculos del brazo en llamas y el aliento atrapado en la garganta. La cuerda se deshacía y cada vez sostenía menos el peso del cuerpo. Los pasos de Harringer ya estaban cerca; Dalya oía las hojas y las rocas que crujían bajo sus botas, el tintineo suave de las hebillas al caminar. Luchó furiosamente con la cuerda, rasgando una hebra tras otra con el acero frío de las tijeras, hasta que la voz de Harringer sonó en la oscuridad inmóvil.

"You there," he called, waving his torch.

Dalya giró la cabeza con cuidado, intentado enfocar la silueta del soldado detrás del fuego. El corazón le golpeaba con violencia contra las costillas. Intentó responder pero no le salieron las palabras, y se quedó aferrada a la rama en silencio durante varios segundos. Harringer avanzó hacia ella arrastrando los pies, con la mano izquierda apoyada sobre el mango de la espada. Dalya tragó con fuerza y respiró profundo para tranquilizarse.

Había muchos árboles de ese lado del camino. Pero si se soltaba de la rama, caía bien y salía corriendo hacia los matorrales del otro lado del camino, ella e Istanten probablemente lograrían desaparecer antes de que el soldado siquiera pensara en perseguirlos. Pero si llegaba a caer mal... si perdía el equilibrio y se torcía el tobillo...

Consideró otras opciones mientras la silueta de Harringer se acercaba. Paralizada por la indecisión, se abrazó a la rama y se quedó mirando cómo se acercaba el soldado hasta que casi llegó a la base de su árbol. Apretó la tijera y estranguló la rama con el brazo. Tensó el cuerpo y se preparó para saltar, pero Harringer siguió de largo. Dalya sintió el calor de la antorcha cuando pasó por su lado, y vio al hombrecito en el camino, a unos 40 metros, cuando la antorcha de Harringer lo iluminó en la penumbra del huerto.

—¡Señor! —voceó el soldado—. No puede estar aquí.

El hombrecito diminuto no emitió respuesta. Se limitó a sacudir la cabeza resignado, con las manos entrelazadas sobre el vientre, y miró a la joven que colgaba de una de las sogas. Harringer volvió a repetir el mensaje, apurando un poco el paso. El hombre señaló el cuerpo y sonrió con tristeza. —Mi mujer —dijo. Harringer avanzó con cautela y le dio unas palmadas en el hombro. Con suavidad, lo condujo fuera del huerto hacia la oscuridad.

Dalya expulsó un suspiro tembloroso. Desenterró las uñas de la rama y se colgó con ambas manos, el viento le alborotaba el pelo y la ropa. El cuerpo colgante giraba con la brisa y la cuerda emitió un quejido seco. Istanten salió trastabillando de los matorrales, hizo un gesto con la mano y señaló el cadáver.

—¿Qué? —susurró Dalya.

La cuerda se retorció y gimió y, con un restallido final, el cuerpo se desplomó en el suelo. La rama se sacudió violentamente y Dalya cayó sobre el cadáver. Istanten la ayudó a ponerse de pie y le dio un momento para recuperar el aliento antes de tomar al muerto por las axilas y arrastrarlo hacia la espesura.

Dalya volvió a guardarse las tijeras en la cintura del pantalón, se sacudió el polvo de la ropa y tomó al viejo de los pies. —Cuidado con la cabeza —dijo, y juntos los dos niños internaron el cuerpo en el bosque para llevarlo a Middlewick. Ninguno de los dos emitió sonido mientras atravesaban los campos; el murmullo del río y el graznido de los cuervos fueron su única compañía en el medio de la noche.

"Middlewick"

Orfebre

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